lunes, diciembre 19, 2005

Sin instrucciones

Por Alejo Rivas Devecchi

Nota para El Español en Australia el 9 de setiembre 2004

Cristina me daba instrucciones.

Y yo, aunque tengo como principal norma de conducta la desobediencia, la escuchaba. No las acataba a rajatabla, flojo rebelde sería, pero las escuchaba con atención y, a veces, las aplicaba.

A ella le gustaba hacer eso, instruir a la gente que quería con lo que, a su vez, había aprendido. Nunca la vi malgastar una instrucción, dándosela a alguien que no considerara merecedor pero, aunque también sabía que muchas llegaban a trompas de Eustaquio aletargadas, Cristina las daba igual, si quería al receptor.

Muchas veces me pregunté porque yo escuchaba las instrucciones de La Gorda en exclusividad, desechando por principios las demás. Creo que fuera porque venían de otro espíritu rebelde, que tenía por máxima de vida “no me dirijas”. O porque, al igual que el Rey del primer planeta que visitó El Principito de Saint Exupéry, daba instrucciones coherentes. Aquel Rey no ordenaba a sus generales volar de flor en flor como una mariposa, o escribir una tragedia, o transformarse en ave marina, y La Gorda nunca me mandó que escuchara una salsa.

Sus instrucciones eran su forma de hacerte compañía; así tomó parte activa en todas las decisiones importantes que tomé desde que la conocí, acompañándome. Nunca me faltó cuando, hasta del modo mas boludo, dejé entrever que la quería ahí. Tampoco nunca estuvo de mas cuando entendió que precisaba estar solo conmigo mismo.

Cristina tenía el don, igual que otro rebelde que conocí, de querer para vos lo que vos quisieras para ti mismo, aunque le paspara, lo quería sinceramente. Tenía el don de respetar la demencia, la voluntaria, la elaborada con esfuerzo; de respetarla y promoverla.

Así cuando decidí dejar Australia, sus instrucciones fueron que siguiera el camino con corazón, que es el camino del guerrero. Había dedicado muchas horas en estos años, a tratar de que con mi corto entendimiento asimilara la idea de que el camino con corazón no necesariamente es el de los afectos. Me decía que muchas veces debés dejar a los que mas querés para encontrar tu lugar, tu sentido de las cosas, tu misión en esta vida. Y recién al dejar Australia empecé a entenderla; allí la dejé a ella, y a otros que son mi vida.

Pero en lo que más se esforzó en instruirme, fue en la conciencia de mi propia muerte. Fiel discípula de Castaneda, La Gorda me explicaba que todos tenemos una muerte personal, que nos acompaña desde que nacemos, y siempre está a un brazo de distancia, detrás de nuestro hombro izquierdo. “Un día -me decía- tu muerte va a estirar su brazo y te va a tocar, no hay nada que puedas hacer al respecto, no está bajo tu control. Por eso debés vivir en forma impecable. Porque cada cosa que hagas, por boluda que sea, puede ser la última.”

Así intentaba vivir ella, y según ese ejemplo, si llegáramos a superar la cobardía que nos limita, viviríamos nosotros.

También me explicaba que esa no es la única ventaja de ser consciente de tu muerte, porque también es tu mejor consejera. “Si algún día tenés un problema importante que no podés solucionar (no la molestes por boludeces), date vuelta bien rápido hacia tu izquierda y enfrentá a tu muerte para pedirle consejo. Ante la inmensidad de la certeza de su existencia, todos los problemas se empequeñecen inmediatamente, y se vuelven fácilmente solubles, y si no, ya no te importan.”

Por eso yo ahora puedo darme vuelta bien rápido hacia mi izquierda, para enfrentar a mi muerte y decirle bien tranquilo: “estás despedida”.

Decirle además que puede tocarme cuando quiera sí, eso no puedo evitarlo ni quiero, pues le pone ganas a la vida. Pero que ya tengo una consejera que también me acompaña adonde voy que, por respetuosa, se ha sentado tras mi hombro derecho para no incomodarla, pero que la aventaja con creces en sabiduría, amor y entendimiento.

Yo me quedo con La Gorda.

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